Alfons Cervera
Escritor y periodista
¿Por dónde empezar? Miras afuera, por la ventana o por
donde sea, y si no apartas enseguida la nariz se te mete el virus como un
suspiro. No es el Covid, para nada es el Covid. Es otro. Intentas cerrar la
ventana, como hacía la gente en Los pájaros, la película de Alfred
Hitchcock que nos sigue llenando, después de tantos años, de una inquietud
insoportable. Así y todo, hay que revisar los posibles agujeros de la
casa. Quien la tenga. El techo antiguo. La puerta que da a la terraza,
donde la lavadora y la caldera. El hueco insignificante entre el suelo y la
puerta de entrada. La rendija del calefactor que una vez sirvió de refugio a un
ratolín que acabó huyendo para no arder en llama viva cuando llega el invierno.
Afuera todo se ha convertido en una pesadilla. Lo
que pasa no es lo que pasa sino lo que nos dicen que pasa. Así desde
hace mucho tiempo. Todo es como si anduviera vestido de uniforme. “A la voz de
firmes se produce devastación”, escribe Wislawa Szymborska. Pues es lo
que hay, lo que habita en un sitio sometido, lo que esconde esa bárbara
vocación de inventar lo que nos pasa y convertirlo en un cuento chino. No
se les pone cara de fake news, ni se les arruga un centímetro de
piel cuando esconden en sus pliegues la risa terrorista del cinismo, ni notan
ninguna sequedad en la lengua con la que golosamente paladean la mentira.
Lees lo que escriben. Escuchas lo que dicen. Ves los
ojos que se miran entre ellos, como en una nada disimulada complicidad
aterradora. Asistes a su bacanal de complicidades a destajo. Dan miedo. Se
juntan para firmar acuerdos que serán como aquellos juicios sumarios de la
victoria fascista en que se condenaba con absoluta indefensión por unos delitos
que nunca fueron cometidos. Les darán la vuelta a las palabras para
que, cuando nos lleguen, no percibamos que las han pervertido como abruptos
depredadores de la inocencia. Chuparán el gaznate de la verdad y lo
que quede será un revoltijo de trapos, como si la verdad fuera una prenda de
ropa metida violentamente a dar vueltas en la centrifugadora.
Tienen nombre y apellidos. Inda, Bustos,
Claver, Marhuenda, Quintana, Herrera, Ramírez, Losantos y sus etcéteras,
amarrados a la violencia de la tergiversación con el empuje de quien les paga y
bien sus alborozos paranoides. Sus cabeceras también los tienen,
nombres y apellidos digo. No se esconden para lanzar la bomba. Salen en las
tertulias de la televisión y de la radio. Disponen de amplias columnas en los
diarios y revistas en papel, en los diarios y revistas digitales, hasta se nota
su influencia en los boletines oficiales de algunos enclaves
autonómicos. Nunca perdieron el poder.
“Hoy, un ejército de historiadores no cualificados
trabaja para borrar la historia antifascista y legalizar otras versiones. Vivimos
en el vertedero de la basura histórica”: no habla de nuestro país, sino del
suyo, la escritora yugoslava Dubravka Ugresic. Pero podría servir lo que dice
para el nuestro. Y aparte de esos falsos historiadores, podemos añadir, entre
otros que no salen pero están, los de esos periodistas que aparecen al comienzo
de este párrafo. El vertedero del periodismo decente. No sé si
el periodismo indecente es periodismo. Pero ahí está, cobrada a tanto la pieza
cazada en sus redes de un despotismo nada ilustrado -aunque tanto da, si es
despotismo- porque la ilustración es abrirnos a la luz y no a la
oscuridad de piedra donde se refocila el minotauro.
Hay otro periodismo. Bueno, si es que finalmente el
otro también lo es, por más que sea turbio. Un pacto democrático por la lectura
crítica, por un acercamiento de conciencias, igualmente críticas, a un lado y
otro de lo escrito, de lo dicho, de lo que se ve a ratos confuso porque no
siempre se consigue la claridad del foco. La lealtad a lo que nunca
debería olvidar la democracia: si hay algún consenso que valga la pena es el
que se asienta en la divergencia. El respeto a lo otro, a lo
diferente. También diferente el pacto que antes les decía.
El lector y la lectora que descubren un
espacio donde el cinismo no cotiza, ni la doblez, ni el pago bajo mano: el
medio es de quien lo apoya para que no entren a saco los del dinero bruto,
los que están acostumbrados a que las voces sean suyas, los que entre la verdad
y la mentira construyen un andamiaje periodístico en que la una y la otra son
lo mismo. No resulta fácil construir otro andamiaje: el de la independencia. No
depender más que de lo común, de algo que se parezca mucho a lo público
porque es de interés público y común lo que se cuenta, la mano que
teclea, los ojos que miran, la voz que no tiembla porque la razón está de su
parte.
Aunque a ratos haya gente que la ahogaría con la
mordaza de una ley que no hay manera de que desaparezca de nuestras
pesadillas. Desnudar de una puñetera vez la monarquía y dejar al aire
su desfachatez insultantemente heredada, desatascar los desagües de las cloacas
policiales y las de esa justicia que cada vez se parece más a un fortín de las
derechas que confunden aposta la justicia con la desvergüenza. Poner
cifras a las cuentas trucadas de esa política que no es servicio público sino
un cruelísimo festín de intereses particulares. Entrar a saco en una
Constitución que es la del miedo acumulado durante cuarenta años de
franquismo, andar sin remilgos y a cara descubierta con quienes son expulsados
de sus casas porque las mafias disfrutan impunemente de una ley que las
protege. Exigir en cada línea que escribamos la urgencia a vida o muerte de que
el trabajo sea un derecho no atufado por la precariedad. Sacar de las cuentas
de la vieja esa cuadratura del círculo que son las vergonzantes y anacrónicas
inmatriculaciones de la iglesia. Escarbar sin descanso en el cenagal donde
políticas gubernamentales de paripé están hundiendo a quienes llegan a nuestras
costas pensando que aquí habrá algo distinto y mejor que en sus países de
origen (qué vergüenza lo de Canarias, ¿no?). Seguir haciendo senda por el
derecho que tienen las mujeres a tener un mundo que a ellas y sólo a ellas
pertenece. Condenar a esos que desde las derechas (me da igual que se llamen
derechas a secas que con otros apellidos) señalan a las mujeres como culpables
de que las asesinen. Ser decentes, joder, sólo eso: ser decentes en la
vida y, como es el caso ahora, en esta sección de Espacio Público,
también cuando hacemos periodismo.
El periodismo decente, digo. Lo otro será, en todo
caso y como dice Wislawa Szymborska, todo el mundo firmes y abocarnos a la
devastación. Pues eso.
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